-Papá, siento envidia.
Mi hijo me desconcierta a veces y otras me exaspera. Desde
su enclaustramiento en la habitación de este hospital, lo único que hace es
mirar por la ventana y pensar. Menos mal que su mente está sana, no como su
cuerpo.
-Dime hijo, ¿por qué dices eso? –le pregunto mecánicamente,
ya que sé, quiera o no, que acabará por contármelo.
-Pues eso, que siento envidia, ese sentimiento superior del
ser humano, el ser supuestamente superior de la naturaleza –dice sin dejar de
mirar por la ventana.
-A ver, la envidia también se da en el reino animal, los animales
también pueden sentir envidia de sus semejantes –le contesto después de
analizar su disertación.
-“No es eso, papá, mi envidia es de otro tipo. La mañana es
clara y desde aquí veo el jardín. La luz baña el paisaje, no hay sombras que
difuminen los colores que permanecen puros, el sol da la vida y nuestro destino
es mantenerla y compartirla. La hierba salvaje se alza danzando, es suave al
tacto, así la recuerdo, no se queja, no padece, no llora, no ríe, no hace daño.
Simplemente vive. Tratar de ser hierba es un pensamiento superior pero la
claridad con la que vive sus días produce envidia, un sentimiento superior.
Sentir, padecer, gozar, llorar, reír, hacer daño… son sentimientos superiores,
nuestros, pero deberíamos envidiar la simplicidad de no tenerlos, ni siquiera
los buenos. Nuestra vida debería ser simple y pura, como la de la hierba que
pisamos y doblamos y quebramos pero, aún así, ella nos devuelve solo caricias,
solo amor. Sin necesidad de sentir, vive y muere, crece y se desvanece, florece
y se apaga, solo a merced del viento y
la lluvia, el calor y el frío.
El árbol que da frutos se parece a la hierba que lo rodea.
No siente, no padece. Da frutos y espera los ciclos vitales de la vida. Las
ardillas le hacen cosquillas pero no ríe, el sol quema sus hojas pero no llora.
Doblado o lacerado no se queja. Su vida, larga o corta, a la sombra o al sol,
es como la de la hierba que ve, estática y a merced de los elementos. Y cuando
muere lo hace en silencio. O eso aparenta. Pero los gritos apagados de la
hierba y del árbol son profundos, inaudibles pero continuos. Hablan y gritan,
pero no los oímos. Nos transmiten sus sentimientos de la única forma que saben
hacerlo: la hierba nos acaricia, el árbol nos da sombra y jugosos frutos y aún
así ignoramos sus vidas salvo para nuestro propio beneficio. El campo merece
ser escuchado, envidio su forma de existir, sencilla, sin complejos, sin
frustraciones y sin maldad, ¿entiendes mi envidia? No envidio las posesiones de
los demás o sus éxitos, ese es un sentimiento sucio y mezquino, propio de seres
sucios, mezquinos y frustrados, seres superiores que son capaces de dañar a sus
semejantes y a su entorno de forma voluntaria, envidio la sencillez de la vida
de las plantas porque no tienen preocupaciones y viven solo como así se les ha
indicado genéticamente. La envidia no es sana, eso es una expresión sin sentido
pero envidiar algo sencillo como propio es más leve que envidiar situaciones,
posesiones o logros de los seres semejantes en igualdad de condiciones ante la
vida, por eso mi sentimiento ante el árbol, ante la hierba, es puro y sin
maldad porque, en el fondo, sé que es una utopía, nunca podrá lograrlo un ser
supuestamente superior en la escala de la Naturaleza y, en lo más profundo de
mí, me alegra que así sea, me alegra que existan trazos de la vida imposibles
de alcanzar para el ser humano, así permanecerán más puros.”
El silencio se adueña de la habitación haciendo que sus
reflexiones sean más acertadas y profundas. Realmente estoy de acuerdo con mi
hijo y lo miro y observo desde mi sillón, por el filo de la ventana, la copa de
un árbol, el árbol del jardín que ve mi hijo. Imagino su vida y casi siento que
me está hablando, contándome sus anécdotas y sus inquietudes. Lo siento muy
cercano y comparo mi vida con la suya y aparece en mí un atisbo de envidia tal
y como reflexionaba mi hijo. Entonces llaman a la puerta y entra la enfermera,
la cena ya está aquí.