Teniendo en cuenta que no me agrada escribir cuestiones
temporales sino reflexiones atemporales y siempre siendo lo más generalistas posible, sin particularizar en mi pequeño mundo o en los mundos que lo rodean,
hago aquí una excepción sobre un tema importante para la situación actual
aunque también para el futuro próximo.
Hecha esta salvedad, comenzaré esta breve exposición
tratando el espinoso tema de la guerra, tanto entre insignificantes humanos contra
insignificantes humanos, como entre insignificantes humanos y el sufrido planeta
en el que habitan.
En primer lugar, la forma ruin y deshonrosa de guerrear en
la actualidad, digamos desde unas décadas hasta nuestros días, deja en
entredicho a las leyes que rigen una guerra, es decir, los acuerdos de la
Convención de Ginebra, tan necesarios a raíz de la Segunda Guerra Mundial.
Resumiendo y para no perdernos entre legislaciones y Derecho Internacional, una
guerra “como Dios manda” tiene unos puntos básicos que han de respetarse, no
para el desarrollo de ésta, sino para, una vez concluida, que los países en
conflicto no continúen guerreando pero esta vez en tribunales internacionales.
La norma básica es que una guerra se produce entre estados soberanos
y ha de ser declarada, es decir, un país debe decirle a otro u otros “quiero
entrar en guerra contigo”. Así de simple. Solo entonces entra en vigor la batería
de leyes que regirán el conflicto, como son, la toma de prisioneros a los que
hay que tratar dignamente, atacar solo objetivos militares, los soldados pueden
matar a otros soldados sin ser considerados como asesinos, no se pueden usar
armas químicas o biológicas (esto solo a partir de la Segunda Guerra Mundial),
etc. Desde que el hombre pisa tierra firme, esto sucede así. Dentro de la
malignidad de un conflicto bélico, esas serían las reglas básicas de una “guerra
limpia”.
Hoy en día no existe honor ni limpieza en los enfrentamientos entre
humanos. Se producen por cuestiones triviales o por cuestiones que involucran
el propio poder. ¿Dónde quedó aquello de expandir el imperio, invadir para
sosegar al pueblo y evolucionarlo? Hoy en día se invade para apropiarse de los
recursos naturales de otros y realizar matanzas, a cual más cruel, sobre las inocentes
poblaciones de civiles que nada tienen que ver con lo que ocurre, y todo por
unas creencias obsoletas e imposibles de llevar a cabo o por los delirios de quien ostenta el poder.
Hoy en día no se declara la guerra, hoy en día te mato
porque me da la gana.
Las guerras actuales, varias por desgracia, involucran a
distintos estados soberanos contra otros formando coaliciones en pos de un objetivo común.
Por suerte, la era atómica militar acabó antes de empezar por lo que el uso y
abuso de armas nucleares no está permitido por esas leyes de guerra, aunque no se
puede menospreciar ni olvidar que están ahí.
En segundo lugar, está la guerra del ser humano contra el
planeta en el que vive. Es una guerra fraticida, que solo lleva a la propia
autodestrucción, a pesar de que el ser humano lo sabe. ¿Se puede ser más imbécil?
Creo que no. Evidentemente, el hombre no le ha declarado la guerra al planeta, sencillamente porque éste carece de la capacidad moral de asimilar el daño causado.
El Pico de Hubert ya ha llegado, la llamada huella ecológica
sobrepasa en más de 3 puntos las capacidades del planeta, la población mundial
doblará su número en menos de 100 años, el cambio climático está
científicamente contrastado (el hombre ha transformado,
en menos de 200 años, los ciclos naturales de La Tierra, que llevan
produciéndose desde hace 4500 millones de años), el acceso al agua potable solo es
posible, de forma natural, para menos de 1/3 de la población mundial… y todo
ello en un planeta con recursos finitos que se muere ante nuestros ojos.
El hombre nunca encontrará vida extraterrestre y vaticino
que ni siquiera llegará a pisar Marte porque, antes de que suceda, se habrá
autodestruido.
Voy a acabar con una sonrisa, no todo es tan decadente. Hace pocos días, una tarde me
asomé al balcón y escuché a lo lejos unos acordes de guitarra. Era un sonido
limpio y pausado. Unas notas al azar pero con melodía. Conseguí localizar su procedencia y me asombré al ver a un
hombre en un terrado con una guitarra. Miraba al sol poniente y deslizaba sus dedos sobre la guitarra.
Simplemente le salían los sonidos inspirándose en el atardecer. Estuve
observándolo hasta que la claridad dejó paso a las penumbras, lo cual hizo que
dejara de sonar su guitarra. Él sabía que tenía un espectador y, al marcharse,
me miró. Lo saludé y le aplaudí a lo que hizo una reverencia. Volví a entrar en
casa alegre y tranquilo. Esa noche dormí de un tirón.