Vulgar en el sentido de que se convierte en un deslumbrar de
nuestro ego, de hacer ver a los demás que, por un día, diré que leo a menudo,
que me gusta la narrativa tanto como la poesía, que a Gabriel García Márquez lo
llamo Gabo porque, ahora que nos ha dejado, lo veo muy familiar cuando Cien
Años de Soledad no sé ni lo que es, que tomo café con Arturo Pérez-Reverte o
que, incluso, la trama de El Código Da Vinci (nefasto libro, por cierto) se me
ocurrió a mí antes de su publicación pero no sabía cómo plasmarla en papel. Así,
los que me conocen, pensarán de mí que soy un ilustrado, que me empapo de
Aristóteles, Platón, Descartes y Nietzsche, todos a la vez, que bebo de Valle
Inclán y de la generación del 98, que compro todos los periódicos de tirada nacional menos los radicales
y deportivos, aunque sea solo para almacenarlos y degustar cómo amarillean con
el paso del inexorable tiempo, que El Quijote me lo sé de pe a pa pero que la
edición que tengo está impoluta, sin dobleces ni arrugas en sus páginas, que he
sido capaz de leerme El Péndulo de Foucault, y varias veces además… Por un día.
Un vulgar día, es decir, un día del vulgo, uno cualquiera.
El día del libro no es ese esperpento. Su significado
trasciende lo que se ve en este día. Significa leer, por supuesto, pero desde
la claridad de ideas y con sentido crítico, dejando de lado ser un vulgar
lector que solo lee para que los demás sepan que lee. El Aleph de Borges (Coelho
no) no se puede leer sin más. Cuando se lee, si no se sabe del tema tratado, se
ha de buscar con pasión toda la información posible como el caso de esa “insignificante”
letra hebrea, lo cual nos llevará a magnificar la lectura hecha como sucede con
ese impresionante cuento. De otra forma, lo leído caerá en un pronto olvido,
casi vaporizado en nuestra memoria. Y eso no se puede hacer con Borges. Ni con
este, ni con el otro ni con el de más allá.
Así pues, mi querido lector de un día no debe caer en
amontonar libros en estanterías de su casa para disfrute y deleite, desde
lejos, de sus fugaces visitantes que, sentados cómodamente en el sofá del
salón, no logran distinguir si esas estanterías llenas de libros están llenas
de libros todavía forrados, sin abrir, relucientes, sin mácula, libros
asépticos vistos desde la distancia. Un profesor me dijo una vez: “de la
biblioteca, intenta coger siempre el libro más manoseado y estropeado, si está
así es porque es muy bueno”. Por desgracia, ese tipo de libros solo estaban en
los despachos de los profesores aunque eran de uso público…
También hay que decir, qué duda cabe, que el día del libro
ha de ser un día de escritura. Pero, siguiendo el razonamiento anterior, no
debería ser una escritura vulgar, es decir, de un único día. Todo lo contrario,
se ha de hacer énfasis en que debe ser un día más de escritura, de crítica
propia (ya basta de la crítica a ombligo ajeno, mirémonos un poco el nuestro, a
ver si nos satisface o se parece en demasía al ajeno), de reflexión a lo que se
hace, a lo que se dice y a lo que se escribe.
No esperes al próximo día del libro para leer o comprar un
libro. Hazlo también mañana.